El laberinto de la ciencia argentina
La Universidad de Buenos Aires (UBA), la mayor universidad estatal y tradicionalmente la de mayor prestigio del país, había tenido una época de oro durante el siglo pasado, y ha tenido como estudiantes o profesores a cinco ciudadanos argentinos galardonados con el premio Nobel: Carlos Saavedra Lamas (1936), Bernardo Houssay (1947), Luis Federico Leloir (1970), Adolfo Pérez Esquivel (1980) y César Milstein (1984).
Su momento de mayor prestigio había sido a mediados del siglo, desde la presidencia de Arturo Frondizi en 1958 hasta el golpe militar de 1966, cuando se crearon varias facultades y se le dio un gran impulso a la investigación científica. Pero de allí en adelante, sucesivas purgas ideológicas -primero desde la derecha, y en años más recientes desde la izquierda- hicieron que muchos docentes e investigadores fueran separados de sus puestos o emigraran, y el nivel académico cayó en picada. Hoy la que fuera una de las mejores universidades latinoamericanas es un monumento al estancamiento académico, el aislamiento internacional y la falta de innovación.
A pesar de ser una de las universidades más grandes de Latinoamérica, con 321.000 estudiantes, y de tener un plantel de profesores y estudiantes de un nivel intelectual que a muchos países les gustaría tener, la UBA no aparece -o está abajo- en los principales rankings internacionales de las mejores universidades del mundo. El ranking del Suplemento de Educación Superior del Times de Londres no incluyó a la UBA en su listado de las mejores 200 universidades del mundo de 2009. Y el ranking de la Universidad de Shanghai, China, coloca a la UBA en el grupo de universidades que están en los puestos 150 y 200 en su ranking.
La culpa es de los rankings
En muchos otros países, semejante dato sería motivo de un escándalo nacional, y la sociedad civil le estaría reclamando al gobierno airadamente que explique el bajo rendimiento del dinero de los contribuyentes para subvencionar a la mayor universidad del país. En Argentina, sin embargo, no se produjo un revuelo semejante, y el gobierno de la presidente Cristina Fernández de Kirchner reaccionó con soberbia: según el gobierno, la culpa es de los rankings.
No es broma: casi todos los funcionarios con quienes hablé en Argentina, desde el ministro de Educación para abajo, me dijeron que estos rankings son deficientes. Según ellos, es injusto medir las universidades con base en parámetros como su cantidad de premios Nobel en ciencias, el número de citas de sus investigadores en publicaciones académicas internacionales escritas en inglés y el número de estudiantes internacionales que van a estudiar a sus aulas.
Según el gobierno argentino, estos medidores tienden a perjudicar a las universidades argentinas porque no valoran lo suficiente la labor académica en las ciencias sociales y humanas, o los trabajos científicos que no están escritos en inglés, o a las instituciones de educación superior que no se han ocupado demasiado de promover los intercambios estudiantiles con el exterior. [...]
En otro de los parámetros usados por los rankings de las universidades, el registro de patentes internacionales, la UBA ni aparece en el mapa.
Según datos del registro de patentes internacionales de Estados Unidos, las principales universidades -tanto de los países ricos como del mundo en desarrollo- están patentando cada vez más productos, no sólo para elevar sus respectivas contribuciones a la economía nacional sino también para aumentar sus respectivos ingresos. La Universidad de California registró 237 patentes en 2008; la Universidad Tsinghua, de China, 34; la Universidad de Tel Aviv, Israel, 13; la Universidad Nacional de Seúl, Corea del Sur, 11; la Universidad Nacional de Singapur, 10. Comparativamente, la UBA no registró ni una sola patente. Si en lugar de considerar las patentes registradas ese año en particular tomamos el total de patentes registradas entre 2004 y 2008, la Universidad Nacional de Singapur y la Universidad Hebrea de Jerusalén registraron 84 patentes cada una, la Universidad Nacional de Seúl 37 y la UBA ninguna, o menos de las cinco requeridas para figurar en la lista.
Para muchas de las universidades de todo el mundo, sus patentes registradas son una significativa fuente de ingresos para contratar mejores profesores nacionales y extranjeros, crear nuevas escuelas e invertir en investigación. La Universidad de la Florida, por ejemplo, inventó en 1965 un producto contra la deshidratación -el Gatorade- que patentó en su momento y hasta el día de hoy le reporta millonarios ingresos a esa casa de estudios, especialmente después de que el producto se convirtió en la bebida oficial de la Liga de Fútbol Nacional de Estados Unidos y la marca fue adquirida por PepsiCo.
¿Cómo puede ser que la principal universidad de Singapur, un país con apenas 4.6 millones de habitantes, que antes de su independencia en 1965 tenía menos de la mitad del PBI de Argentina, o la Universidad de Seúl de Corea del Sur, otro país con un pasado con mucha mayor pobreza que Argentina, registren tantas más patentes que la UBA?, les pregunté a varios expertos en educación superior. Hay varios motivos, incluyendo el hecho de que las universidades argentinas no tienen una cultura de investigación aplicada, ni mecanismos eficientes para inventar productos comercializables. Sin embargo, la mayoría de quienes consulté me señalaron un motivo mucho más sencillo: la UBA, al igual que las demás universidades estatales argentinas, destina una gran parte de los recursos que le da el Estado -unos 400 millones de dólares por año- a carreras que son muy interesantes, pero no muy productivas para sus estudiantes, profesores o investigadores.
En un país que necesita desesperadamente ingenieros, agrónomos y geólogos para desarrollar sus industrias, las universidades estatales argentinas están produciendo principalmente psicólogos, sociólogos y graduados en humanidades. No es casual que Argentina sea el país que tiene la mayor cantidad de psicólogos per cápita del mundo, y que una zona muy popular de Buenos Aires lleve el nombre de Villa Freud. El país tiene 145 psicólogos por cada 100.000 habitantes, comparado con 85 psicólogos en Dinamarca y 31 en Estados Unidos, según datos de la Organización Mundial de la Salud.
En la UBA, se gradúan 1500 psicólogos y apenas 500 ingenieros por año, según datos oficiales de esa casa de estudios. Un verdadero disparate. Y si se consideran algunas carreras de ingeniería en particular, como ingeniería industrial, donde se reciben apenas 150 graduados por año, la mayor universidad argentina está produciendo nada menos que 10 psicólogos para ponerle las ideas en orden a cada ingeniero industrial.
Y tampoco se trata de un fenómeno exclusivo de la UBA. A nivel nacional, contadas todas las universidades públicas y privadas del país, Argentina produce alrededor de 4600 psicólogos y apenas 146 licenciados en ciencias del suelo por año.Es un dato aterrador, considerando que el país tiene una gran cantidad de industrias petroleras y mineras que constantemente requieren nuevos geólogos, y con mejor formación que los que están disponibles. Según datos de la Unesco, mientras la cifra de estudiantes universitarios que cursan carreras de ciencias, ingeniería o manufacturas es de 40 por ciento en Corea del Sur, 38 por ciento en Finlandia, 33 por ciento en Venezuela, 31 por ciento en México, 28 por ciento en Chile y 23 por ciento en Costa Rica y Honduras, en Argentina es sólo de 19 por ciento.
Villa Freud
¿No es un disparate tener tantos jóvenes estudiando psicología con dinero del Estado, pagado por los contribuyentes?, le pregunté a Lino Barañao, el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, en una entrevista en su despacho. Barañao, uno de los pocos funcionarios argentinos que me dieron la impresión de estar más o menos al tanto de lo que está ocurriendo en el resto del mundo, sonrió, y asintió con la cabeza. Señalando que la UBA tiene 27.000 estudiantes de psicología y las empresas argentinas requerirán unos 19.000 graduados en computación en los próximos cinco años, Barañao bromeó que "una universidad que forma 27.000 psicólogos y tiene un déficit de 19.000 programadores de computación en los próximos cinco años, probablemente necesite 27.000 psicólogos". En otras palabras, el país tiene un serio trastorno psicológico.
Curioso de saber si realmente existe en Argentina una fuerte demanda de programadores de computación, visité al director del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, Hugo Scolnik. El académico, un científico graduado en la Universidad de Zurich que ha enseñado en todo el mundo, me recibió en su despacho, un cuarto pequeño, con techo de madera, y una laptop Toshiba -la suya particular- sobre su modesto escritorio. [...]
Tras las presentaciones de rigor, le pregunté cómo se puede explicar que haya tantos estudiantes de psicología y sociología que tienen grandes posibilidades de no encontrar trabajo, si -tal como me habían dicho el ministro Barañao y varios empresarios argentinos- era un secreto a voces que había escasez de programadores de computación, ingenieros y geólogos. ¿Es cierto que en su departamento consiguen trabajo todos los graduados?, le pregunté. Scolnik confirmó lo que me había dicho el ministro: "Consiguen trabajo mucho antes de graduarse. En segundo año ya trabajan".
¿Y si es así, por qué hay tan pocos jóvenes estudiando ciencias de la computación?, le pregunté, notando que en su carrera estudian sólo 600 estudiantes. Scolnik respondió que "la gente le tiene mucho miedo a lo que son las ciencias exactas, las matemáticas y todos estos tipos de cosas. Son más fáciles otras carreras, como literatura, filosofía y abogacía. El tema es cómo convencer a nuestra sociedad de que hay otras oportunidades que no pasan por ser médico o abogado. Acá, en nuestra facultad, tienen una profesión con una salida laboral espectacular, excelentes sueldos...Y bueno, no se deciden. Les cuesta mucho. Lo ven muy difícil".
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